Artículo publicado en EL PAÍS el 9 de octubre de 2017
Pocas dudas hay a la hora de
calificar el desafío independentista catalán como la mayor crisis política
desde el golpe de Estado de 1981. Si acaso, ya hay quien piensa que es todavía
peor y se remonta hasta 1936. Sea como sea, lo cierto es que los constitucionalistas
andamos muy ocupados estos días tristes de otoño dándole vueltas a los
instrumentos jurídicos que podría usar el Gobierno para responder a una
eventual declaración unilateral de independencia. Por lo que veo en las
encuestas que nos hacen los medios de prensa, me parece que la mayoría de
constitucionalistas pensamos que el Gobierno no debería de recurrir otra vez al
Tribunal Constitucional para que inhabilite a Puigdemont y compañía, sino que
el propio Gobierno debería de dar un paso al frente en la defensa del Estado de
Derecho y usar el artículo 155 de la Constitución, descartando la opción de la
Ley de Seguridad Nacional, que en septiembre parecía la norma preferida por el
Gobierno (quizás porque le evitaba tener que pasar por las sedes parlamentarias).
Y desde luego, de momento mejor ni hablar de usar alguno de los estados de
excepción que establece el artículo 116 de la Constitución y que tan eficaces
se demostraron para acabar con la huelga de los controladores aéreos en
diciembre de 2010.
Claro que mientras la Ley 36/2015 de
Seguridad Nacional y la Ley Orgánica 4/1981, de los Estados de Alarma,
Excepción y Sitio regulan con cierto detalle las medidas que el Gobierno puede
adoptar para superar las situaciones de crisis, no sucede igual con el artículo
155 de la Constitución que se refiere a las “medidas necesarias” para obligar a
una Comunidad al “cumplimiento forzoso de sus obligaciones”, pero no las
detalla; de tal forma que los constitucionalistas discrepamos si esas medidas
solo pueden ser instrucciones que se le dan a las autoridades autonómicas o si
incluyen, también, la suspensión del President de la Generalitat
y la convocatoria de elecciones autonómicas. Evidentemente, si discrepamos los
académicos entre nosotros -que solo nos movemos por consideraciones jurídicas,
o eso nos gusta pensar- mucho más lo harán los partidos, que aplicando la ética
de la responsabilidad que explicó Max Weber, deben de tener en cuenta además
consideraciones políticas, incluyendo sus legítimos intereses partidarios.
Así las cosas, parece conveniente
pensar una fórmula política que permita la máxima coordinación entre los
partidos constitucionales para evitar que, coincidiendo en el objetivo de
defender el Estado de Derecho, discrepen en los medios para hacerlo. La fórmula empleada hasta ahora de
entrevistas individuales del Presidente Rajoy con Sánchez y Rivera en este
momento del desafío separatista es claramente
insuficiente, más si se tiene en cuenta el grado de unión que están
mostrando las fuerzas independentistas mientras que el Gobierno de Rajoy no
dispone de una mayoría sólida en el Congreso y Podemos no parece especialmente
preocupado por la violación de la Constitución que está realizando la Generalitat.
Estamos ante una emergencia nacional que debería afrontarse con una medida
excepcional: un gobierno de concentración.
Concentración y no coalición porque no sería un gobierno que pretendiera
realizar un programa político previamente pactado durante una legislatura, sino
un gobierno pensado única y exclusivamente para afrontar la grave crisis
constitucional y por el tiempo excepcional que dure ésta. En él, el PSOE
ocuparía la vicepresidencia primera y Ciudadanos, la segunda y entre los
cambios de carteras se sustituirá al ministro de Interior por los evidentes
fallos de organización en el operativo policial del 1-O. En el seno de este
Gobierno se adoptarían entre todos las imprescindibles medidas coercitivas a
las que el Estado parece abocado si las autoridades de la Generalitat persisten
en lo que el Rey ha llamado una vulneración sistemática de “las normas
aprobadas legal y legítimamente, demostrando una deslealtad inadmisible hacia
los poderes del Estado", una “conducta irresponsable que incluso puede
poner en riesgo la estabilidad económica y social de Cataluña y de toda
España".
Si miramos el afecto, el grado de
sintonía y los intereses que hay entre los líderes del PP, del PSOE y de
Ciudadanos, esta propuesta de un gobierno de concentración parece completamente
ilusa. Tampoco ayuda, repasar la Historia: ni siquiera en los muchos más
dramáticos momentos del golpe de Estado de julio de 1936 supieron los partidos
democráticos ponerse de acuerdo, de tal forma que el Gobierno que formó José
Giral el 19 de julio estaba formado exclusivamente por republicanos de
izquierda y hubo que esperar a septiembre para que el presidente Azaña
encargara a Largo Caballero la formación de un gobierno de coalición, que distó
mucho de funcionar coordinadamente. Algo muy distinto a la reacción de las
fuerzas políticas británicas menos de un año después: Winston Churchill pudo
formar el 10 de mayo de 1940 un gobierno de concentración nacional que llevó al
país a la victoria contra el nazismo.
Por fortuna, los tiempos actuales no
son tan dramáticos y la división entre las fuerzas constitucionalistas no es
tan radical. Quizás nos sorprendan dejando a un lado sus reticencias y puedan
realizar un gran acto de patriotismo constitucional, ese que frente al
nacionalismo de base étnica-cultural de otros, significa -en palabras de Jürgen
Habermas- “el orgullo de haber logrado superar duraderamente el fascismo,
establecer un Estado de derecho y anclar éste en una cultura política, que,
pese a todo, es más o menos liberal”.
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