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SÍSIFO ENCADENADO AL ESTADO AUTONÓMICO

Artículo publicado en el ANUARIO JOLY DE ANDALUCÍA 2014, abril de 2014.




    En una de sus solemnes intervenciones en las Cortes Constituyentes, Manuel Fraga Iribarne señaló que el Estado autonómico era tan fundamental en el diseño de la nueva Constitución que iba a convertirse en el tema por el que los constituyentes serían "juzgados por la Historia". Opinión que fue respalda con frases parecidas por la mayoría de los otros seis miembros de la ponencia que redactó el proyecto de Constitución. Y durante un cuarto de siglo ese juicio histórico fue más que positivo, exorbitante.  Sin embargo, en los últimos tiempos están apareciendo sombras que emborronan el balance del Estado autonómico, hasta el punto de que incluso muchos de los que todavía lo califican como un “éxito indudable” hablan de reformarlo, llegando el PSOE -sin duda el principal actor político en la configuración del Estado autonómico- a proponer  transformarlo en un Estado federal. 

Si durante veinticinco años fue un instrumento eficaz para el gobierno democrático de España, hoy parece evidente que no está sirviendo para cumplir su gran objetivo de dar satisfacción a los deseos de autogobierno de Cataluña y el País Vasco, o por decirlo en términos más políticos, no logra integrar a los nacionalismos gobernantes en esas Comunidades. Más discutible es si logra cumplir su segundo objetivo, organizar los poderes públicos de forma más eficaz que el Estado unitario y, de esa forma, prestar un mejor servicio a los ciudadanos. Desde luego, un andaluz que hoy mire a su alrededor puede tener sus dudas: desde la anécdota del colapso de varios registros civiles -con largas colas de espera- hasta la categoría de una tasa de  paro del 36% y el fracaso escolar, certificado por el informe PISA; desde la corrupción y el descontrol administrativo de los ERES hasta la incapacidad para ejecutar íntegramente muchos de los programas financiados con ayudas europeas, la Junta está lejos de ser una administración ágil, capaz de transformar a Andalucía en la California de Europa, aquel ambicioso proyecto con el que muchos soñábamos -con Rodríguez de la Borbolla a la cabeza- en la década de 1980. 

Pero centrémonos en el primer problema del Estado autonómico: la insatisfacción de los nacionalismos con el statu quo, que les ha llevado a diversas iniciativas para cambiarlo; como el proyecto de "libre asociación" aprobado por el Parlamento Vasco y rechazado por el Congreso de los Diputados en febrero de 2005, que tuvo su secuela en la Ley -de larguísimo nombre- del Parlamento Vasco 9/2008, de 27 de junio, “de convocatoria y regulación de una consulta popular al objeto de recabar la opinión ciudadana en la Comunidad Autónoma del País Vasco sobre la apertura de un proceso de negociación para alcanzar la paz y la normalización política”,  recurrida por el Gobierno de Zapatero y declarada inconstitucional por el Tribunal Constitucional en su Sentencia 103/2008, de 11 de septiembre. 

Paralelamente en Cataluña Pasqual Maragall capitaneaba lo que él consideraba una vuelta al federalismo asimétrico de la Constitución de 1978, con su diferencia entre nacionalidades y regiones, para lo cual -desactivada esa diferencia- se basó en un nuevo concepto extra muros de la Constitución, la nación catalana. Lógicamente, el camino para llevar ese concepto a territorio constitucional no era otro que el de la reforma de la Ley de leyes. Sin embargo, se eligió el camino de la reforma del Estatuto, con el resultado de un texto inconstitucional en el tenor literal de muchos de sus artículos y aprobado -y refrendado por los ciudadanos catalanes- en 2006 con la ferviente oposición del entonces segundo partido estatal, el PP. Creo que este punto de la falta de consenso merece destacarse: los 189 votos a favor (contra 154) que obtuvo el proyecto “de reforma” del Estatut en el Congreso superaban la mayoría absoluta necesaria para las leyes orgánicas, pero estaban muy lejos de los 210 diputados que forman los tres quintos de la Cámara. Se abandonaba así una regla política que había regido hasta ese momento: las grandes normas del Estado autonómico (los Estatutos y la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas; incluso, indirectamente, los tratados sobre la Unión Europea) se habían aprobado por consenso, con el respaldo de los grandes partidos, capaces de lograr no ya los tres quintos del Congreso y el Senado, sino el quórum de los dos tercios exigido para la reforma agravada de la Constitución. 

El resultado de un Estatuto sin consenso es de sobra conocido: la Sentencia 31/2010, de 28 de junio,  salvando la gran mayoría de los artículos del nuevo Estatuto, pero declarando inconstitucional 14 de ellos y negando que Cataluña pueda definirse jurídicamente como nación, fue respondida en Barcelona el 10 de julio con una gigantesca manifestación bajo el lema “Som una nació. Nosaltres decidim”, encabezada por el entonces president de la Generalitat, José Montilla y acompañado de todos los presidentes anteriores. Ese mismo mes de julio se presentó en el Parlament una iniciativa ciudadana para convocar un referéndum sobre la independencia, que fue rechazada por la Mesa del Parlament. Y a partir de ahí una serie de acontecimientos que han llevado a la actual situación: elecciones catalanas de noviembre de 2010, que ganó  CiU con mayoría relativa, elecciones generales de noviembre de 2011, con mayoría absoluta del PP, en julio de 2012 se aprobó en el Parlament una propuesta de pacto fiscal, rechazada por el Gobierno central; gigantesca manifestación a favor de la independencia en la Diada de 2012, aprobación en el Parlament pocos días después, el 27 de septiembre, de una moción pidiendo una consulta sobre  la independencia de Cataluña y elecciones anticipadas del 25 de noviembre de 2012, con retroceso de CiU pero incremento de ERC; Declaración de soberanía y del derecho a decidir aprobada por el Parlament el 23 de enero de 2013, que luego se ha concretado en un pacto el 12 de  diciembre para celebrar una consulta independentista el 9 de noviembre de 2014. En fin, el desafío independentista de la mayoría de las fuerzas políticas catalanas, con amplio respaldo social, es hoy por hoy el principal problema político de España, país en el que sus habitantes no estamos precisamente faltos de problemas personales y colectivos, empezando por el paro desbocado del 26% de la población activa, casi seis millones de personas.  

El Gobierno central se muestra firme en rechazar un referéndum sobre la independencia de Cataluña y cuenta con el apoyo del PSOE para rechazar en el Congreso la iniciativa legislativa del Parlament de ceder a la Generalitat la competencia estatal de convocar referéndum. Por sí mismo, Rajoy no piensa en convocar el referéndum consultivo que le permite el artículo 92 de la Constitución. A partir de ahí, los escenarios que se pueden dibujar para la Generalitat son de lo más variado: desde pretender organizar ella misma el referéndum, aprobando una ley de consultas de Cataluña, hasta aceptar la prohibición y decidir la continuación de la legislatura hasta 2016; pasando por la convocatoria de una elecciones anticipadas plebiscitarias, opción preferida por el propio president Mas, según declaró en septiembre pasado. 

Sea cual sea la decisión, lo cierto es que los partidos unionistas deben diseñar una estrategia que no puede ser solo la de refugiarse en la Constitución para negar el referéndum; además, deben explicar las razones tanto para negarlo como, en positivo,  para seguir unidos. Después de algún tiempo de silencio, que no se sabe si era estrategia o dejadez, parece que el Gobierno y el PP han entendido que deben de entrar en la batalla de las ideas para defender el Estado autonómico actual, frente a la independencia de CiU, pero también frente a la reforma federal que propone el PSOE. Así que, como en el mito de Sísifo, la roca de la distribución territorial del poder político ha vuelto a caerse de la montaña del consenso en que, mal que bien, la habían puesto los padres constituyentes. Yo tengo la secreta esperanza de que en algún momento -quizás cuando acabe el ciclo electoral que comenzará en mayo de 2014- los líderes del PP, del PSOE y de CiU puedan llegar a un acuerdo para, como decía Ortega y Gasset,  conllevar el problema catalán ya que parece que acertaba el gran filósofo al pensar que era un problema irresoluble. 

Cuando llegue ese momento, habrá muchas propuestas sensatas para buscar el encaje de Cataluña
en el Estado, pero yo no me resisto a proponer una temeraria: España lleva demasiado tiempo girando sobre Castilla, así que es hora de cambiar a la Corona de Aragón y proclamar a Zaragoza capital de España. ¿Es un desvarío demasiado grande? Bien, entonces imitemos a Alemania y diseminemos por el territorio nacional todas las instituciones que podamos: el Senado, como quería Maragall, a Barcelona; el Tribunal Constitucional a Toledo, como en su tiempo pretendió Javier Tussell; el Consejo General del Poder Judicial, a Sevilla y cosi vía, que dicen los italianos, maestros siempre en llevar el enfrentamiento político hasta el precipicio y pactar justo antes de perder el equilibrio.   

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